La felicidad no admite recetas

Por: Reinaldo Cedeño Pineda

Santiago de Cuba, 10 oct.- Rosa se llamaba igual que su madre, igual que su abuela, igual. Se ha perdido el hilo de ese nombre en el inicio de los tiempos; mas a esta Rosa le gustan las espinas. Resulta un amor casi paradójico, pero fiel. Su pasión son los cactus. Pasa horas entre ellos. Roza las espinas con la yema de sus dedos, le gusta ese contacto, lo procura. Será que anda preparándose para las punzadas de la vida.

Saúl, en cambio, ama los pétalos, ama el rocío. Cultiva rosas a la entrada de la ciudad, la hermosea. Ha logrado tonos inusitados con sus injertos. Las rosas son mi felicidad, me dijo una mañana en que cortaba algunas. Entró al rosal despacio, las separó del tallo como si les pidiera permiso, como si les hablara. Lo acompañé a depositarlas ante la tumba de su madre. Las rosas conmueven a la muerte.

Sin embargo, el escenario siempre es la vida, sin importar si se trata de un jardín o de un teatro, de famosos o desconocidos. La danza también es capaz de conmover hasta las lágrimas. El gesto queda flotando en la mente cuando el telón cae, cuando el baile acaba. Nunca olvidaré el sortilegio, las manos, la reverencia de Alicia, la nuestra, también de maravillas. Ella sigue bailando. Ella no concibe la vida sin bailar.

Isadora Duncan era la danza misma, pero de otra manera. Nació a la orilla del mar y confesaba que su primera idea del movimiento fueron las olas. Desnudos los pies, las piernas desnudas asomando por entre telas vaporosas y el movimiento inusitado, ondulante, antiguo. Así inquietó y conquistó al mundo.

Si quitáramos de su cuello la chalina fatal, la seda trágica que ondeaba al viento y que se enredara en las ruedas de aquel auto, no entenderíamos del todo su personalidad. Su rosa náutica fue la libertad y navegó en ella hasta el final. No entendía la felicidad de otra manera.

María Sklodowska, María Curie, halló la suya en el laboratorio, en la investigación. Allí encontró el amor y los Nobel. Echó la vida por un gramo de radio, pero era más que eso. Era una pasión, un carácter, una flama. ¿Cómo sería su entrada en La Sorbona, en el estreno del siglo XX, en un espacio que jamás había visto a una mujer en el estrado?

Curie debió escalar y fundir un muro de discriminaciones, y sobre ellas hizo un servicio a la humanidad. Cuando la diferencia empieza a verse como inferioridad, comienzan las dentelladas. La discriminación es el agujero negro de la felicidad.

Mi abuelo siempre dijo (como decía él las cosas, como una revelación) que la felicidad era una gota. Paladeaba las palabras y fruncía el ceño como señal inequívoca. Luego, suavizaba el rostro, hacía señas para que me acercara y en un susurro soltaba: Una gota, sí, pero siempre la estoy buscando. Mi abuelo fue fiel a sus palabras. Braceó en el mar de la vida, hasta el final.

La felicidad no tiene un diseño preconcebido. No admite corsés ni dictadores ni recetas, por más que algunos puedan pretenderlo.

La felicidad para unos se trata de las rosas; para otros, de las espinas. Eso sí, la felicidad hay que estar dispuesto a bailarla, a gritarla, a desplegarla al viento sin miedo. Hay que escalar los muros. Hay que servirla y hay que pelearla. Hay que quemarse en ella si es preciso, porque un solo gramo basta para justificar la vida.

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