Honra mi modesta obra y alegra mi ya larga vida lo que hoy con este Honoris Causa me otorga la prestigiosa Universidad Veracruzana de Xalapa, en México.
Poner en mis labios el nombre de México es exaltar las ciencias sociales donde la antropología exhibe su altar mayor. Ella entró en la historia con la misma vibración resonante de la música en un anfiteatro vacío.
México, y particularmente esta casa de altos estudios, han abierto al mundo de las ciencias sociales caminos certeros y profundos de la antropología. A esta ciencia moderna llegué con el bastón de mando del sabio cubano Fernando Ortiz, quien me dio lecciones de método y aliento de magister.
Sin su obra inmensa y prolífica, Cuba mostraría al mundo solo un aspecto escuálido de la historia contemporánea. Porque, la historia, pletórica de factografía, no es historia viva, como ya insinué, sino va acompañada de las herramientas novedosas de la antropología social.
Eso lo supe desde muy joven cuando don Fernando Ortiz, desde su atalaya, me mostró el amplio espectro y la profunda y cóncava visión que los procesos de transculturación le daban a la historia social.
Ortiz nos enseñó a los cubanos que la esencia de los procesos culturales era prioridad en los estudios de la historia. Y lo mismo ha hecho la escuela de antropología mexicana con la asunción de esta disciplina como brújula para el conocimiento de la vida y sus múltiples avatares.
Honra y alegra mi vida que esta escuela tan alta e ilustre me distinga con este galardón para reconocer lo que ha sido mi más genuina vocación: tratar de descifrar los misterios del ser humano, sus contradicciones, su altas y bajas y sobre todo su comportamiento en la sociedad.
No solo aprendí de mis preceptores cubanos, historiadores, sociólogos y antropólogos, como el propio Fernando Ortiz o Manuel Moreno Fraginals, Fernando Portuondo, Elías Entralgo y Argeliers León, padre de la etnomusicología cubana.
Tuve el privilegio de acercarme, gracias a su generosidad y apego a mi persona, al maestro Ricardo Pozas, cuyo Juan Pérez Jolote me indicó los caminos de lo que fue años después la Biografía de un cimarrón. También recibí las enseñanzas de Gonzalo Aguirre Beltrán, con dos de sus libros para mí cimeros, La Población Negra en México y Cuijla que le abrieron a los jóvenes nuevos senderos de iluminación científica y el complejo y rico mundo de la llamada tercera raíz.
La escuela mexicana, comparable solo con la inglesa y la norteamericana de Chicago o Columbia University y las tesis del relativismo cultural de Franz Boas, fueron también un hito en mi trabajo como investigador.
Haber tenido el privilegio de asistir a los cursos de Ricardo Pozas y de Guillermo Bonfill Batalla, de Alberto Ruz y de Calixta Guiteras; tocar como con una varita mágica la obra de Leopoldo Zea o del propio Aguirre Beltrán dejaron en mi vida nutrientes didascálicas que más tarde contribuyeron a enriquecer mis conocimientos en feliz coincidencia con la obra y la persona de la también precursora Luz María Martínez Montiel y su indagación en la tercera raíz, aquí en esta ciudad universitaria que es ya mi Casa.
En todo, o para mejor decir, en casi todo nos parecemos los cubanos y los veracruzanos. La influencia negra como se ha demostrado con la música o el lenguaje está en el síncope del hablar; la sensualidad del movimiento al caminar y lo más importante, la posibilidad de existir en un ámbito de lo que en la literatura llamamos realismo maravilloso o realismo mágico. La música jarocha y el danzón cubano se dan la mano y se tocan la cintura. Como escritor he sido testigo de esta sensual comunión de caracteres.
Yanga en 1681 dio un grito de libertad y emancipación que llegó a Cuba para que los esclavos africanos de las haciendas, los cafetales y las plantaciones de azúcar se escaparan a los montes y crearan aquellas comunidades que se convirtieron en palenques rebeldes de cimarrones. Tanto, pero tanto nos une, que me atrevo a enlazar con una cinta de hebras de plata a cubanos y veracruzanos.
Supe que a Veracruz llegaron entre finales del siglo diez y seis y hasta mediado del diez y siete alrededor de 30,000 esclavos durante el siniestro comercio triangular de la trata trasatlántica. Y a Cuba en menos de cuatro siglos arribaron casi dos millones de negros y negras, todos adolescentes, cuyo último cargamento se calcula que entró clandestino en la séptima década del siglo diez y nueve, lo que evidencia que todavía en el siglo veinte podíamos encontrar en nuestros pueblos mujeres y hombres ancianos de origen africano o nacidos en África.
La antropología social, más que cualquier otra ciencia, ha atesorado esto en sus textos, en los archivos y en los testimonios orales recogidos por la etnohistoria y los estudios de caso. Otra coincidencia que nos une en la historia y contribuye a definir los factores comunes de nuestras identidades. Sino como explicar las similitudes afines de nuestra idiosincrasia. El espejo mirándose al espejo en vocación dialógica.
El nudo gordiano de la filosofía occidental radica en no haberse planteado la comprensión real del otro. Sólo la antropología es capaz de iluminarnos en este sentido. Por eso, con el uso adecuado de las herramientas antropológicas debemos trazarnos una estrategia estabilizadora y justa que nos indique el camino.
“Lo Otro nos repele, abismo, serpiente, delicia, monstruo bello y atroz […]. Esto que me repele, me atrae. Ese otro es también yo”, escribe Octavio Paz en El arco y la lira.
Los procesos sociales son las fuentes naturales del desarrollo y el cambio. Pretender estar al margen de ello, es imposible. Por eso y porque hoy se debate más que nunca el papel del otro en la sociedad contemporánea, la antropología social adquiere una importancia capital.
Sin el conocimiento de los valores culturales tradicionales y los parámetros que llevan implícitos, sería totalmente imposible interpretar la realidad. Pregonar una superioridad cultural o racial es tan absurdo y estéril como ladrar a una montaña de piedras. En Occidente ya es hora de que aprendamos a interpretar la realidad del otro según una lógica adecuada y parámetros distintos a los dominantes.
La antropología social podría quizás, en un momento tan crucial como el que vivimos, dar una respuesta convincente. Demostrar que ni unos ni otros tienen la razón total; quizás cada uno tenga una buena razón, pero la verdadera razón está por ser demostrada.
La última palabra la dictará el tiempo.
Pero para que el tiempo se haga realidad, habrá que contar con la profunda razón del otro, sin paternalismos que enturbien la mirada, sin prejuicios aberrantes y absurdos que nos retrotraigan a la Edad de Piedra, sino con un análisis que haga realidad aquella reflexión filosófica de la que sabios como William Shakespeare o Jorge Luis Borges se apropiaron y que seguramente data de cuando el hombre se miró fijamente hacia dentro por primera vez y se dijo: Yo soy el OTRO.
Tomado de www.cubadebate.cu
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