Los ojos de Comala

Por: Reinaldo Cedeño (Tomado de Juventud Rebelde) / Foto: Fernando Chávez (Tomada de su perfil de Facebook)

Santiago de Cuba, 5 dic.- Pero… ¿acaso Comala no era invención, eufonía, pura literatura? ¿Existía en verdad? Por más que aseguraron, que me dijeron, desconfié. Llegué de noche no fuera a ser que las letras y la vida se fundieran, no fuera a ser que la ciudad de Rulfo, asentada sobre «las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno» me tragara.

Y de pronto entro a Comala, pueblo mágico. No hay nada fantasmal por estos lares, como en Pedro Páramo, pero sí novelesco. Las páginas se me abren: casas de blanco, arcadas blancas, todo de blanco. Las calles saltarinas de piedra de volcán. Los naranjos…

Gilda es mi guía, va con su palabra sanadora, con su palabra salvadora. En sus ojos vi asomar Comala por primera vez. Puso en mis manos un alebrije, joya de la artesanía mexicana, ser fantástico, erizo con alas de colores. Puso la flor de la primavera. Con ella recorrí el jardín, la glorieta, entré a la iglesia de San Miguel Arcángel.

Ella me tomó las primeras imágenes junto a Rulfo. El escritor sentado, la pierna entrecruzada, un libro en mano, la mirada adusta. Un niño de metal lo observa. Dos niñas de largas trenzas me observan cuando extiendo mi brazo sobre los hombros de la escultura. Me asalta el destello de esos ojillos «comaltecos». ¿Sabrán de dónde vengo?

A Comala llegué una mañana con mi colega Tere. El viento se arremolina cuando ella bate las manos. Llegué con Frida en el timón, Frida siempre se perdía; pero siempre llegaba. Le gustan los caminos. Será Eulalia su nombre, mas la rebauticé: algún desasosiego, algún develamiento, algo de Frida Kahlo latía en su mirada.

Nos fuimos hasta un antiguo cafetal con máscaras y hamacas. Nunca olvidaré las hamacas. Tembló mi paladar con el maíz azul, el hongo del maíz o huitlacoche, el pozole: caldo a base de carnes y maíz blanco. Un universo de maíz. Temblé al contacto con el México íntimo, con el sabor de México.

El comal es una pieza plana y redonda donde se cuecen las tortillas, así como otros alimentos tradicionales. De ahí, Comala. De ahí la analogía que establece Juan Rulfo con aquella llanura ardiente de su novela Pedro Páramo. Es un préstamo, una cita apenas; pero ya la ciudad real no puede vivir sin la ciudad imaginada: han acabado encontrándose.

Comala sería una y otra vez. Tres amigos me abren el portón de la montaña, un pedazo al que llaman El cielo. Memo es el árbol. Gerza, el caballero que me hace probar la tuba con cacahuates, increíble bebida destilada del cocotero; el caballero que me regala la Guadalupe del pintor Alejandro Rangel Hidalgo, como quien da un abrazo contra la metralla.

Fernando es el genio de la luz. Pone en mis manos las vainas del guamúchil: no me perdono el desdén ignorante con que las rechacé. Nadie como él ha atrapado los arroyos, los techos, el suspiro de la ciudad en que nació. Comala es un ponche de granada en los ojos de Fernando.

Minerva, es decir, Mine me llevó a Comala con su hermosa familia. El día terminaba. Me abrió las puertas de la historia, me abrió las puertas del maestro panadero, me hizo probar el pan de Comala: pan dulce, pan de pueblo, pan con forma de volcán. La gloria misma.

Carlos de Jesús, su esposo, me entra a su casa, me cuenta la historia de sus abuelos. Cuando se van los abuelos, ya nada es igual. Me lleva al lado del reloj, cerca del jardín, en medio de una arteria principal… Mire usted al frente, directo al frente… Es el paisaje que veo desde niño, por eso me hice vulcanólogo, agregó.

Y de pronto, los ojos se me pierden y asoman los volcanes, recortados contra un cielo profundo, en Comala la mítica, Comala sin los páramos…

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