MAESTRA: Yo no conozco palabra más hermosa en este mundo

Era una señorita de ciudad. No había pisado el fango, no había montado a caballo, no había subido una montaña, no. Pero dijo sí ―mil veces sí―, cuando la convocaron. Una tarde abrió el libro regalo de su padre. Recorrió con sus ojos la línea de imprenta y sintió que las letras se encendían: “Lo hizo maestro, que es hacerlo creador”. Desde entonces, ya no hubo más nortes en su vida.

Ella se fue con sus libros, con su cartilla, Cuba adentro. Era 1961. He olvidado el lugar exacto, el nombre descubierto.

–¡Maestra…, maestra!, gritaban a su paso.

La palabra sonaba por los senderos, rebotaba en las palmas. Ella fue paciente con aquel hombre recio, paciente con aquella cocinera. No los dejó rendirse. Les puso mano sobre mano, les dibujó las letras. Lloró cuando les vio estampar sus nombres. Y se fue hasta la capital, hasta la Plaza, a festejar su país sin analfabetos.

La seño Caridad amaba a los niños. Les entregó su tiempo, se volcó en ellos. ¿A cuántos enseñó la primera sílaba? ¿Cuántas veces explicó sin cansarse y corrigió sin cansarse? ¿A cuántos recibió de vuelta, con sus hijos del brazo? Y allí estaba con la sonrisa incólume, con la nobleza intacta.

Una mañana La Maestra no llegó al aula. Dicen que fue un día gris, un día tremendo. Y se le vio entre gasas y algodones, luchando por la vida… hasta que regresó, a salvar y a salvarse. Se obligó a alzar el brazo. Vamos, un poco, un poco más. Sus alumnos asistían a la batalla silenciosa. Y una mañana, sin darse cuenta, volvió a escribir en lo más alto del pizarrón el tema de la clase…

–¡Maestra…, maestra!, gritaron sus alumnos.

Dicen que fue un día increíble.

Ella siguió enseñando después, siguió enseñando siempre. Fue mi primera maestra, mi mejor maestra. Yo no conozco palabra más hermosa en este mundo.

(Del libro LAS PEQUEÑAS PALABRAS. Editorial Oriente, 2019 / Imagen Caridad Pineda Anglada in memoriam)

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