No sé a ciencia cierta que edad tendría, por más que he hurgado en mi mente. Hay muchas brumas en los primeros años, aunque siempre hay recuerdos que quedan prendidos, como alfileres de oro, en algún lugar que nadie puede arrancar. Así me ocurrió con aquella función en el santiaguero teatro Oriente, que sigue allí, ahora como un dinosaurio detenido.
Curiosamente, mis primeras salidas están vinculadas al ballet. Mi hermana Esther lo estudiaba, lo vivía, daba los besos bailando. Eso siempre me impresionó.
Pues… se abrieron las puertas de cristal y el niño entró al universo del Lago de los Cisnes, a Chaikovski, a las chicas transfiguradas, a las hermosas en punta.
No podré contar demasiado, pero esa atmósfera de ensoñación todavía baila en mis ojos. ¿Es Alicia?, pregunté… ¿Alicia Alonso? Hasta los niños en Cuba sabíamos que era una bailarina famosa… “No, es Josefina Méndez”, me aclararon.
(No tendré que decir, que entonces era apenas un nombre para mí, solo un nombre)
En mi mente, sin embargo, hay un instante detenido, congelado en su esplendor. Los brazos ondulantes, los brazos increíbles, aquellos brazos de la bailarina. Volando, despidiéndose ya, escapando del escenario.
¿Cómo lo hace?, pregunté asombrado. Alguien, al lado, me hizo una señal inconfundible: el dedo sobre los labios…. y en un susurro me dijo: “disfruta, disfruta…”
Le hice caso, en ese instante y se lo hice después. No puedo decir que soy un balletómano, pero cada vez he podido, me he regalado una función. Hay pocos espectáculos como el ballet.
Hoy puedo decir con orgullo, que vi bailar a un cisne en el teatro Oriente. Un niño frente a una joya. Se llamaba Josefina Méndez.
(Imagen tomada de Granma)
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