Miradas

Por: Reinaldo Cedeño Pineda (Tomado de Alma Mater)

Santiago de Cuba, 17 ene.- Tal vez asomó de estreno en los ojos de mi madre, en su pasión irrefrenable por enseñar. Era una señorita de ciudad: nunca había hundido sus zapatos en el fango, nunca había montado caballo, nunca se había alejado de su casa; pero cuando le llamaron para la Campaña de Alfabetización, tomó el farol, enrumbó caminos. Parecía volver a desandarlos cuando me contaba de la tarde increíble en que la cocinera analfabeta —la misma que había llevado de las manos— pudo escribir su nombre por primera vez.

La vi en los gestos de Roberto, el padre de mis amigos de juego. Algo había en él, algo que sobrecogía. Solo pude saberlo años después: Roberto fue combatiente de Playa Girón. Todavía recuerdo sus palabras, sostenidas en el aire: «Se puede estar desnudo, se puede sentir miedo, pero lo único que importa es vencer».

¡Iba tanto en aquella victoria!

La encontré en la señorita Alina, la que avanzaba por el camino polvoriento, los libros contra el pecho; la que nos hacía viajar del mundo de Pitágoras a las lejanas montañas, con una palabra… aunque su legado principal sería su espíritu. «La verdad siempre», remarcaba ante el pizarrón verde. La verdad como sostén, como destino. La verdad, a cualquier precio.

Tuvo rostros y tonos de arcoiris en la Universidad de Oriente. Llegaban desde el África profunda, desde el cono sur de América. De las ciudades, de las aldeas, de los desiertos. La solidaridad les hizo cruzar el puente imposible. Tienen historia y tienen nombres. Se sentaban a nuestro lado como compañeros. Lo eran.

La encontré en los desvelos por salvar el cuerpo lánguido y pequeño de Evangelista. Una enfermedad terrible lo arrancó temprano, muy temprano. Los medicamentos llegaban desde el otro lado del mundo, porque los laboratorios más cercanos, los del lado de allá, no podían comerciar con Cuba.

Y en la flor que dejé ante la tarja modesta -modestísima- en el Callejón del Muro, a la memoria de un muchacho santiaguero, casi niño. Y en la otra, la de cada octubre, la de cada arroyo y cada ola, para recordar a un joven de cienfuegos en la sonrisa.

La advertí corriendo con Ana Fidelia Quirot en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Ponce en 1993. Arrancada a la muerte (esta vez sí), sujetándose del aire, con un brazo inmóvil, valiente, mirando hacia la meta. Y yo con ella. Toda Cuba con ella.

La vi venir hacia mi casa y hacia mi barrio, en aquella tropa de linieros, tras el paso inmisericorde del huracán, de Sandy. Y dejé mis ojos en la pequeña bandera, que va a saltar, que viene en brazos de sus hijos a darnos la luz, a hilar el amanecer.

La he visto en el lente incansable de Santiago Álvarez, el de Now y el Noticiero ICAIC, el de Cerro Pelado y Ciclón, el que un día me confesó su historia al lado del mar, su batalla (nuestra batalla) entre la escasez y la imaginación, su «maremoto de secuencias trabajadas».

A ella, a la Revolución, también la he visto urgida de arrancar el marabú espiritual que le ha salido al camino. De sacudir la simulación buscadora de favores, la burocracia infinita, los absurdos silencios, las carencias difíciles.

La hemos visto, la hemos sentido, la hemos soñado durante generaciones. Abrazados en sus angustias y fulgores, en la cabalgadura de quijotes, como diría el poeta Nicolás Guillén: «andando, / severamente andando, envueltos en el día / que nace».

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