¿La Isla del ruido?

Por Reinaldo Cedeño Pineda

Santiago de Cuba, 10 sep.- Es una epidemia nacional, una avalancha que amenaza con sepultarnos. Permítanme retomar algunas ideas ya esbozadas en diversos artículos y foros. Se trata de la cultura del bafle, de la bocina, del ruido; o más propiamente de una subcultura multiplicada y sin aparente control.

El establecimiento de sitios estatales o privados ―con más o menos condiciones, o sin ninguna― que lanzan su música estridente al aire hasta convertirla en ruido y hasta altas horas de la madrugada, es pan cotidiano en nuestro país. Conozco otras geografías donde tal situación sería impensable, sería imposible.

La mancuerna cerveza-música en lugares improvisados, sitios sin tratamiento acústico rodeados de viviendas, esquinas, carreteras, parqueos, timbiriches, carpas, kioskos… van arrojando un resultado fatal, en materia musical, social y legal.

¡Conozco cada historias! Conozco personas que se han mudado de sus casas y territorios, cansadas de ser desoídas, con dolor; pero no les ha quedado otra alternativa. Puedo nombrarlos.

La prédica anda por un lado y la práctica por el otro. “Se ha afectado la percepción respecto al deber ciudadano ante lo mal hecho y se tolera como algo natural botar desechos en la vía (…) ingerir bebidas alcohólicas en lugares públicos inapropiados (…) el irrespeto al derecho de los vecinos no se enfrenta, florece la música alta que perjudica el descanso de las personas…”. Así dijo el 7 de julio de 2013, Raúl Castro, entonces presidente cubano y actual primer secretario del Partido Comunista de Cuba en su discurso de clausura ante la Asamblea Nacional del Poder Popular.

Y no pasó nada.

Cultura es estremecimiento, no mero entretenimiento

La cultura no es una obra de arte, es el espíritu de la nación. Existe en más de uno la confusión de la cultura como mero entretenimiento, y no como un estremecimiento, como algo raigal.

El precio es alto y se está pagando: cierto estado de marginalidad estética y social en la proyección de más de una acción presumiblemente cultural; carnavalización de otras que abusan del espacio público y toma de las calles en detrimento de las instituciones puertas adentro, que acostumbra y crea demandas callejerasexpuestas y fabricadas tantas veces a la carrera.

No pueden obviarse la falta de jerarquización en festivales y medios de comunicación, asesorías poco exigentes y cómplices; así como la permisibilidad a veces escandalosa más allá de los medios tradicionales. He subido a guaguas-discotecas, camionetas-discotecas y almendrones-discotecas, he vivido la vergüenza dealgunos sitios adonde van las familias con hijos pequeños, cautivos y sometidos a escuchar y ver… de todo.

No podremos meter en un mismo saco a todos, claro está; por suerte existen muchos espacios donde la cultura es resguardada y respetada; mas la tendencia y el ambiente que crea esta subcultura de la bocina va siendo francamente avasallador.

Instituciones, mecanismos y reglamentos aparecen… ¿aletargados, ajenos, esquivos, incapaces, caducos? ¿Se han acostumbrado? ¿Están exhaustos? ¿Qué los inmoviliza?

No hablo solo de la popularización de temas de escasa elaboración artística, transmisores de antivalores, obscenos, deleznables; ni de la contaminación acústica por esa emisión de ruido descontrolada, cuasi criminal. En el artículo “Extravíos” (Juventud Rebelde, 8 de junio de 2017) comentamos el daño que tales prácticas causan a nuestra sociedad en un orden profundo y que generan preguntas inevitables:

¿Qué apetencias estamos sembrando? ¿Qué modelo de respeto hacia las leyes y hacia el prójimo estamos entronizando? ¿Qué actitudes estamos alentando?¿Quién permite? ¿Quiénes se benefician?

¿Razones o sinrazones?

Desde el primer día en la carrera de Periodismo me enseñaron a buscar las causas de las cosas. Mi acercamiento al tema me ha permitido inferir algunas:

No existe conciencia real de la magnitud del problema, no se acepta como tal, se minimiza y bajo tal creencia, las autoridades competentes no actúan o se buscan soluciones eventuales y no definitivas.

Lamentablemente, hay que decirlo, algunas autoridades creen que es lo correcto. Los gobiernos locales alientan festejos “populares” que si bien intentan dar una opción a los que no pueden acudir a otros sitios prohibidos para la mayoría de los bolsillos, estos se desbordan en música y horario, con todas sus consecuencias.

Subsiste un facilismo empobrecedor y terco, falto de miras. Una escasez de diseño, una copia acrítica de propuestas de un lugar a otro y una improvisación irresponsable; a la par de un desconocimiento de las normas establecidas o un simple irrespeto por ellas.

En algunos sitios, la ganancia económica va resultando el primer medidor (es lo que verdaderamente importa aunque se quiera disimular con otros afeites), lo cual deviene en peligroso error estratégico, en llama prendida a la corrupción.

En momentos claves para nuestro país, es hora de una buena sacudida. No podemos extraviarnos: la diversión es bienvenida, siempre que marche paralela con el respeto. Debería ser requisito inexcusable. No permitamos que la Isla de la Música se convierta en la Isla del Ruido.

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